Dios lo hizo agricultor antes que soñara con serlo. Le había dado tres semillas distintas, sus hijos: con almas, pensamientos y deseos diferentes, a quienes forzó a sembrarse en la tierra. Ignoró que todas las plantas no emergen de ella.
Año tras año el fracaso golpeó su sueño de ser un rico hacendado. Sus cosechas se perdieron junto a sus esfuerzos y los de sus hijos. No encontró razones, pero tampoco dudó en volver a intentarlo.
El más pequeño de los suyos le rogó que parara y en cambio él, intentó apaciguar su alma. Lo alejó con trabajo de sus dibujos, de sus colores y amigos. Intentó que su rebeldía fuera abono para su tierra y obtuvo rechazo, para sí y para sus sueños. Eso le dolió.
Su tierra adorada entristeció por el más amado, por el indefenso niño que empezó a dibujar en ella y a pintar de colores sus nubes. Él era la semilla que no germinaba para los brazos del padre.
El niño creció hacia adentro, sus lágrimas fertilizaron su alma y fueron desasosiego para las plantas. La tierra esperó de su risa para realizar el sueño del agricultor, pero ésta no obtuvo ninguna.
