Te vi y te amé desde ese primer día. Nada ni nadie pudo interponerse en mi deseo de estar contigo, de ser tu aire y de que fueras mi libertad.
Cuando te conocí yo tan solo era un muchacho, que inspirado por el amor huía de casa y de unos padres sobreprotectores. Buscaba mi propio destino y en mi prisa me topé con tu sonrisa pintada y tus tiernos ojitos de cachorro.
Me deleité con tu sonrisa, con tus gritos y tus juegos, que llenaron nuestra casa y pintaron mi alma de verde y amarillo, tus colores favoritos. No necesitaba nada más…
En cada amanecer te admiraba dormida, mientras me vestía para ir a trabajar y tú despertabas siempre para ayudarme a abotonar mi camisa. Decías que nadie lo haría como tú, que a nadie más necesitaba como a ti.
Éramos demasiado jóvenes y por las risas no leímos las mentiras, como aquella de ser felices por siempre, que algunas veces dijiste y otras miles más yo repetí.
El tiempo me enseñó que mi felicidad no era eterna y que tampoco era cierto que podíamos aislarnos. Tampoco era verdad que no necesitábamos a alguien más.
Un día te despertaste y ya no eras la misma, quisiste sujetar un botón de mi camisa y no pudiste. Tus dedos no respondieron a tu mente. Insististe, fijando tu mirada y probando sin éxito con cada otro botón. Lamenté haberme reído, pensé que se trataba de un nuevo juego tuyo, pero tan solo era mi última risa. Golpeaste contra mi pecho tu impotencia y allí supe que era serio.

Nunca más nada fue igual. Todo lo que conocía se fue desvaneciendo. Tu cabeza ya no te pertenecía; un huésped malvado manipulaba tus actos y tu conducta: histeria, gritos, dolor y ausencia fue lo que recibí de ti, en adelante. Nuestro deseo de ser solo nosotros, se hizo más real y tú mi Libertad, te convertiste en mi carcelero.
Desesperado llegué a mentirme nuevamente. Creí que mi amor te sanaría y me perdí en esa utopía. Me llené de miedo, falsas esperanzas y dolor.
Por tres años viví con la mujer que amaba y por más de treinta con la desconocida en quien te convertiste. Esa, tiñó de rojo y negro mis sueños, ahuyentó mi optimismo, me enseñó a dormir con los ojos abiertos y me obligó a no desear una visita de nadie.
Ahora te veo en reposo, tranquila y descansada. Me distrae el reflejo de los botones de mi camisa en el cristal que nos separa, me pregunto ¿en qué momento aprendí a abotonármelos solo? Tal vez cuando me resigné a morir contigo.
Hoy me doy cuenta que nunca estuvimos solos, que la gente siempre estuvo allí. Eran invisibles a mis ojos, porque nada más me importabas tú y tus necesidades.
Ya no tengo lágrimas para ti. Sólo me quedan unas cuantas para mí, por el mundo que me perdí, por los amores que no valoré, por los amigos que ya no están y por mis padres, a quienes no honré en su funeral.
Tenía que reventar en tu cabeza mi libertad, para darme cuenta que mi tiempo también se termina y que no debo renunciar por mis canas a disfrutar lo que me queda.
Tengo las mismas ganas de vivir en libertad como cuando era un adolescente.